sábado, 4 de agosto de 2012

La vida suficiente
por Sergio Sinay
Solemos asombrarnos al descubrir la infelicidad de quienes “lo tienen todo” para ser felices. Hay millonarios que se suicidan, famosos que muestran existencias emocional y afectivamente desvastadas, poderosos que exhiben debilidades patéticas, autosuficientes que se desmoronan ante la primera adversidad. Están, también, los que corren obsesiva y angustiosamente detrás de algo (fama, dinero, poder, una pareja, una posición económica, política o social, bienes muebles e inmuebles, objetos, relaciones) y en cuanto los tienen demuestran su decepción, se deprimen, necesitan reiniciar la carrera, ahora detrás de otra cosa. Abundan los que lo tienen todo, los que alcanzan lo que se proponen, los que reciben lo que piden y, sin embargo, chapotean en la insatisfacción, en la demanda quejosa, en la depresión.
¿Pero qué es tenerlo todo? O, dicho de otro modo, ¿qué es todo lo que hay que tener? En un libro inclasificable e inquietante en el que presenta sencillas y poderosas experiencias cotidianas al alcance de todos, el filósofo francés Roger-Pol Droit propone tratar de medir la existencia1. Así, como suena. Ya que todo parece mensurable, dice, midamos la existencia, mida usted la suya. “¿Cómo diría usted que se mide adecuadamente su existencia”, pregunta Droit. “¿En metros recorridos a pie, en kilómetros recorridos en auto, en años, días, horas, segundos, en latidos de corazón, en litros de sudor, de orina, de sangre, en kilos de carne, de papas, en litros de vino, en papel borroneado, en tiempo perdido, en amor dado, en amor recibido? ¿Cómo se mide?”. Y concluye: “La vida puede ser descrita por series de ecuaciones, una trama apretada de dimensiones, de masas y de fuerzas. Sin embargo, eso no permite medir la existencia”.
Esta misma imposibilidad aqueja a quienes se sienten siempre insatisfechos, a aquellos a quienes nada ni nadie les alcanza. A los cultores del “Sí, pero…”. Si algo les ocurre preguntan por qué a ellos. Y si algo no sucede el cuestionamiento es por qué no a mí. Jamás se preguntan por qué no habría de pasarles a ellos o por qué debería ocurrirles a ellos. Creen que las frustraciones y dolores que atraviesan son siempre inmerecidos y están convencidos de que todo lo que merecen nunca les llega. Su actitud existencial es la de quien se siente desilusionado por la vida, como si hubiese llegado a ella con un contrato de garantías bajo el brazo. Llenar un barril sin fondo es más fácil que convivir (en la pareja, la familia, el trabajo o en cualquier plano y momento) con alguien que sufre el síndrome de la insuficiencia.
Para quien nada es suficiente, probablemente nunca nada lo será, pues su demanda suele partir de una base viciada. No sabe lo que quiere. O peor: quiere todo. Pero nada de lo que quiere lo tiene a él mismo (o ella misma) como referente. Desea un auto como el de su vecino, un trabajo como el de su amigo, una pareja como la de su prima, un cuerpo como el de fulanita, una chequera como la de menganito, un viaje como el que hicieron pepito y pepita, un hijo como el de los fulanez, una familia como los menganez, un plasma, un celular, un freezer, una computadora como los que muestran en la publicidad, quiere ser joven como cachita, pero tener la experiencia, la sabiduría y el aplomo de la veterana cuquita. Quiere comer sin engordar, envejecer sin dolores, quiere, en fin, orgasmos sin seducir a nadie, sin actividad sexual, sin desvestirse. Erich Fromm, extraordinario pensador humanista, sostenía que la primera condición para alcanzar “algo más que la mediocridad” en el arte de vivir es querer una sola cosa2. O una cosa por vez. Cuando eso ocurre, “la persona entera se orienta y se dedica a lo que ha decidido”. Esa persona tiene una meta. Pero no cualquier meta es suficiente. El propósito orientador debe darle sentido a la vida de esa persona. Si la meta es, por ejemplo, tener (tener lo que otros dicen que hay que tener, tener lo que me incitan a tener, tener lo que se estila tener, tener lo que me hará aceptable, lo que hará que me inviten y me incluyan, lo que hará que me admiren o me teman, o me “quieran”), toda las energías de mi vida, mi creatividad y mi fuerza emocional, acaso también mis valores y mi capacidad afectiva, se irán escurriendo por las alcantarillas del consumo y la posesión. Nada será suficiente.
En general, nada es suficiente cuando se confunden los medios con los fines. El dinero, la fama, el poder, una pareja, una familia, son medios. Medios a través de los cuales vivir una vida con significado. Instrumentos que pueden permitir mejorar el mundo, mejorar a otros, alcanzar metas trascendentes, tener incidencia beneficiosa en el universo de relaciones en el que habitamos. Pueden ser herramientas para trascender (no a través de estatuas o alabanzas, sino a través de acciones bienhechoras), para alcanzar la experiencia del amor, para mejorarse como persona, para manifestarse en la cooperación, en la empatía, en la generosidad, en la creatividad. Para hacer de la propia una existencia fecunda. Pero si se los toma como fines en sí mismos, se abre la puerta a la insatisfacción, se quita el fondo de un barril que jamás se llenará. ¿Cuánto dinero es suficiente si la meta es el dinero? ¿Cuánta fama? ¿Cuánto poder? ¿Basta con tener alguien al lado, de cualquier manera, a cualquier costo (sean el maltrato, la indiferencia, la dependencia, la sumisión, el engaño, la decepción) para sentir cumplida la meta del emparejamiento? ¿Alcanza con preservar a sangre y fuego la formalidad de una familia para que ese sea un espacio de amor, de respeto, de confianza, de estímulo, de aprendizaje emocional, de desarrollo personal, de cooperación? Estoy convencido de que no. Y de que en esa confusión nace buena parte de la insatisfacción de los tiempos actuales, tiempos de hiperconsumo de psicofármacos, de búsquedas disfuncionales de una satisfacción confusa, abstracta, sin contenidos, tiempos de uso y abuso de terapias y pseudoterapias de las que se espera respuestas mágicas evitando indagaciones interiores necesarias y no siempre cómodas.
Cuando nada es suficiente, se deja de observar y de valorar lo obvio. Que nos acostemos cada noche en la misma cama en la cual amanecimos, que haya alimento en nuestro plato, que alguien nos hable, que caminemos entre otros por las calles, que podamos elaborar pensamientos y sentir emociones, que se nos presente en cada jornada una oportunidad de resolver una situación (por simple que fuese) a partir de recursos (materiales, físicos, emocionales, psíquicos o espirituales) propios, que recibamos algo de otros (una sonrisa, un saludo también es recibir), son todos hechos de la vida que damos por sentados, con frecuencia no se nos ocurre agradecerlos, aun cuando se trata de milagros que se repiten. ¿Podríamos mostrar un contrato según el cual la vida se comprometió con nosotros, en el momento de nuestro nacimiento, a mantenernos siempre satisfechos, a garantizarnos la plenitud de cada momento, la inexistencia del dolor, de la frustración, la seguridad de un techo, una cama, un alimento, una compañía, una mirada que nos confirmara que existimos? No hay tal contrato, la vida no los firma. Ya es suficiente con que nos haya sido dada y, con ella, la libertad de elegir cómo vivirla, libertad siempre presente y latente, aunque no lo crean los insatisfechos. Elisabeth Lukas, gran terapeuta, magnífica escritora, discípula de Víktor Frankl, observa con agudeza: “Resulta curioso que apenas existan estudios empíricos acerca del fenómeno del agradecimiento. Las universidades no han caído en el hecho de que se trata de un fenómeno irrenunciable que mantiene presente en la conciencia la trágica estructura de la existencia”3. Las enfermedades, los accidentes, las pérdidas, el sufrimiento y la misma muerte se consideran fallas, “traiciones” del destino o de la suerte o, como dice Lukas, “alteraciones graves del funcionamiento” de las cosas. Y agrega: “Una enorme cantidad de personas que se hallan en el lado bueno de la vida no saben realmente que sus circunstancias son buenas. Por consiguiente no existe para ellas ningún motivo para alegrarse ni para sentirse agradecidas y felices. Toda la indulgencia que llena sus vidas es algo que dan por supuesto, que no merece comentarios ni emociones”.
La fuente de tanta demanda insaciable, de tanta insatisfacción sin fin puede rastrearse en variados orígenes, según los casos: crianzas al ritmo de una exigencia familiar agobiante, tempranas e importantes pérdidas afectivas, creencias heredadas según las cuales no hay otro destino que la felicidad y la grandeza, autoestimas frágiles o quién sabe cuántas posibilidades más. Todo esto no quita que las personas adultas ya no viven las vidas que les dieron, sino, como dijo Sartre, lo que ellas hacen de las vidas que les dieron. Suele ocurrir que cuando nada alcanza es porque poco se ha hecho en la tarea de descubrir el sentido de la propia vida, aquello por lo cual ella es valiosa (y no sólo para quien la vive) y se la ha puesto en stand by, a la espera de que las respuestas vengan de afuera, envasadas al vacío, enviadas por delivery. A las personas que inquieren y examinan el sentido de su existencia en el lugar en donde están, en las experiencias que viven, a esas personas que pueden asombrarse cada día nuevamente por el simple hecho de existir y por todo aquello que les es dado, a aquellas que puedan festejar y maravillarse por el hecho de vivir y por el magnífico y complejo entramado de pequeñas circunstancias y episodios que se llama existencia, a esas personas la vida les es suficiente. Y a su manera, muchas veces íntima y silenciosa, la celebran la celebran en cada respiración.

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