La vida suficiente | ||
por Sergio Sinay | ||
Solemos asombrarnos al descubrir la infelicidad de quienes “lo tienen
todo” para ser felices. Hay millonarios que se suicidan, famosos que muestran
existencias emocional y afectivamente desvastadas, poderosos que exhiben
debilidades patéticas, autosuficientes que se desmoronan ante la primera
adversidad. Están, también, los que corren obsesiva y angustiosamente detrás de
algo (fama, dinero, poder, una pareja, una posición económica, política o
social, bienes muebles e inmuebles, objetos, relaciones) y en cuanto los tienen
demuestran su decepción, se deprimen, necesitan reiniciar la carrera, ahora
detrás de otra cosa. Abundan los que lo tienen todo, los que alcanzan lo que se
proponen, los que reciben lo que piden y, sin embargo, chapotean en la
insatisfacción, en la demanda quejosa, en la depresión.
¿Pero qué es tenerlo todo? O, dicho de otro modo, ¿qué es todo lo que
hay que tener? En un libro inclasificable e inquietante en el que presenta
sencillas y poderosas experiencias cotidianas al alcance de todos, el filósofo
francés Roger-Pol Droit propone tratar de medir la existencia1. Así, como suena.
Ya que todo parece mensurable, dice, midamos la existencia, mida usted la suya.
“¿Cómo diría usted que se mide adecuadamente su existencia”, pregunta Droit.
“¿En metros recorridos a pie, en kilómetros recorridos en auto, en años, días,
horas, segundos, en latidos de corazón, en litros de sudor, de orina, de sangre,
en kilos de carne, de papas, en litros de vino, en papel borroneado, en tiempo
perdido, en amor dado, en amor recibido? ¿Cómo se mide?”. Y concluye: “La vida
puede ser descrita por series de ecuaciones, una trama apretada de dimensiones,
de masas y de fuerzas. Sin embargo, eso no permite medir la existencia”.
Esta misma imposibilidad aqueja a quienes se sienten siempre
insatisfechos, a aquellos a quienes nada ni nadie les alcanza. A los cultores
del “Sí, pero…”. Si algo les ocurre preguntan por qué a ellos. Y si algo no
sucede el cuestionamiento es por qué no a mí. Jamás se preguntan por qué no
habría de pasarles a ellos o por qué debería ocurrirles a ellos. Creen que las
frustraciones y dolores que atraviesan son siempre inmerecidos y están
convencidos de que todo lo que merecen nunca les llega. Su actitud existencial
es la de quien se siente desilusionado por la vida, como si hubiese llegado a
ella con un contrato de garantías bajo el brazo. Llenar un barril sin fondo es
más fácil que convivir (en la pareja, la familia, el trabajo o en cualquier
plano y momento) con alguien que sufre el síndrome de la insuficiencia.
Para quien nada es suficiente, probablemente nunca nada lo será, pues
su demanda suele partir de una base viciada. No sabe lo que quiere. O peor:
quiere todo. Pero nada de lo que quiere lo tiene a él mismo (o ella misma) como
referente. Desea un auto como el de su vecino, un trabajo como el de su amigo,
una pareja como la de su prima, un cuerpo como el de fulanita, una chequera como
la de menganito, un viaje como el que hicieron pepito y pepita, un hijo como el
de los fulanez, una familia como los menganez, un plasma, un celular, un
freezer, una computadora como los que muestran en la publicidad, quiere ser
joven como cachita, pero tener la experiencia, la sabiduría y el aplomo de la
veterana cuquita. Quiere comer sin engordar, envejecer sin dolores, quiere, en
fin, orgasmos sin seducir a nadie, sin actividad sexual, sin desvestirse. Erich
Fromm, extraordinario pensador humanista, sostenía que la primera condición para
alcanzar “algo más que la mediocridad” en el arte de vivir es querer una sola
cosa2. O una cosa por vez. Cuando eso ocurre, “la persona entera se orienta y se
dedica a lo que ha decidido”. Esa persona tiene una meta. Pero no cualquier meta
es suficiente. El propósito orientador debe darle sentido a la vida de esa
persona. Si la meta es, por ejemplo, tener (tener lo que otros dicen que hay que
tener, tener lo que me incitan a tener, tener lo que se estila tener, tener lo
que me hará aceptable, lo que hará que me inviten y me incluyan, lo que hará que
me admiren o me teman, o me “quieran”), toda las energías de mi vida, mi
creatividad y mi fuerza emocional, acaso también mis valores y mi capacidad
afectiva, se irán escurriendo por las alcantarillas del consumo y la posesión.
Nada será suficiente.
En general, nada es suficiente cuando se confunden los medios con los
fines. El dinero, la fama, el poder, una pareja, una familia, son medios. Medios
a través de los cuales vivir una vida con significado. Instrumentos que pueden
permitir mejorar el mundo, mejorar a otros, alcanzar metas trascendentes, tener
incidencia beneficiosa en el universo de relaciones en el que habitamos. Pueden
ser herramientas para trascender (no a través de estatuas o alabanzas, sino a
través de acciones bienhechoras), para alcanzar la experiencia del amor, para
mejorarse como persona, para manifestarse en la cooperación, en la empatía, en
la generosidad, en la creatividad. Para hacer de la propia una existencia
fecunda. Pero si se los toma como fines en sí mismos, se abre la puerta a la
insatisfacción, se quita el fondo de un barril que jamás se llenará. ¿Cuánto
dinero es suficiente si la meta es el dinero? ¿Cuánta fama? ¿Cuánto poder?
¿Basta con tener alguien al lado, de cualquier manera, a cualquier costo (sean
el maltrato, la indiferencia, la dependencia, la sumisión, el engaño, la
decepción) para sentir cumplida la meta del emparejamiento? ¿Alcanza con
preservar a sangre y fuego la formalidad de una familia para que ese sea un
espacio de amor, de respeto, de confianza, de estímulo, de aprendizaje
emocional, de desarrollo personal, de cooperación? Estoy convencido de que no. Y
de que en esa confusión nace buena parte de la insatisfacción de los tiempos
actuales, tiempos de hiperconsumo de psicofármacos, de búsquedas disfuncionales
de una satisfacción confusa, abstracta, sin contenidos, tiempos de uso y abuso
de terapias y pseudoterapias de las que se espera respuestas mágicas evitando
indagaciones interiores necesarias y no siempre cómodas.
Cuando nada es suficiente, se deja de observar y de valorar lo obvio.
Que nos acostemos cada noche en la misma cama en la cual amanecimos, que haya
alimento en nuestro plato, que alguien nos hable, que caminemos entre otros por
las calles, que podamos elaborar pensamientos y sentir emociones, que se nos
presente en cada jornada una oportunidad de resolver una situación (por simple
que fuese) a partir de recursos (materiales, físicos, emocionales, psíquicos o
espirituales) propios, que recibamos algo de otros (una sonrisa, un saludo
también es recibir), son todos hechos de la vida que damos por sentados, con
frecuencia no se nos ocurre agradecerlos, aun cuando se trata de milagros que se
repiten. ¿Podríamos mostrar un contrato según el cual la vida se comprometió con
nosotros, en el momento de nuestro nacimiento, a mantenernos siempre
satisfechos, a garantizarnos la plenitud de cada momento, la inexistencia del
dolor, de la frustración, la seguridad de un techo, una cama, un alimento, una
compañía, una mirada que nos confirmara que existimos? No hay tal contrato, la
vida no los firma. Ya es suficiente con que nos haya sido dada y, con ella, la
libertad de elegir cómo vivirla, libertad siempre presente y latente, aunque no
lo crean los insatisfechos. Elisabeth Lukas, gran terapeuta, magnífica
escritora, discípula de Víktor Frankl, observa con agudeza: “Resulta curioso que
apenas existan estudios empíricos acerca del fenómeno del agradecimiento. Las
universidades no han caído en el hecho de que se trata de un fenómeno
irrenunciable que mantiene presente en la conciencia la trágica estructura de la
existencia”3. Las enfermedades, los accidentes, las pérdidas, el sufrimiento y
la misma muerte se consideran fallas, “traiciones” del destino o de la suerte o,
como dice Lukas, “alteraciones graves del funcionamiento” de las cosas. Y
agrega: “Una enorme cantidad de personas que se hallan en el lado bueno de la
vida no saben realmente que sus circunstancias son buenas. Por consiguiente no
existe para ellas ningún motivo para alegrarse ni para sentirse agradecidas y
felices. Toda la indulgencia que llena sus vidas es algo que dan por supuesto,
que no merece comentarios ni emociones”.
La fuente de tanta demanda insaciable, de tanta insatisfacción sin
fin puede rastrearse en variados orígenes, según los casos: crianzas al ritmo de
una exigencia familiar agobiante, tempranas e importantes pérdidas afectivas,
creencias heredadas según las cuales no hay otro destino que la felicidad y la
grandeza, autoestimas frágiles o quién sabe cuántas posibilidades más. Todo esto
no quita que las personas adultas ya no viven las vidas que les dieron, sino,
como dijo Sartre, lo que ellas hacen de las vidas que les dieron. Suele ocurrir
que cuando nada alcanza es porque poco se ha hecho en la tarea de descubrir el
sentido de la propia vida, aquello por lo cual ella es valiosa (y no sólo para
quien la vive) y se la ha puesto en stand by, a la espera de que las respuestas
vengan de afuera, envasadas al vacío, enviadas por delivery. A las personas que
inquieren y examinan el sentido de su existencia en el lugar en donde están, en
las experiencias que viven, a esas personas que pueden asombrarse cada día
nuevamente por el simple hecho de existir y por todo aquello que les es dado, a
aquellas que puedan festejar y maravillarse por el hecho de vivir y por el
magnífico y complejo entramado de pequeñas circunstancias y episodios que se
llama existencia, a esas personas la vida les es suficiente. Y a su manera,
muchas veces íntima y silenciosa, la celebran la celebran en cada
respiración.
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sábado, 4 de agosto de 2012
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